En un año de precios inciertos y costes todavía altos, la diferencia entre cerrar campaña con margen o con apuros no está en una gran decisión heroica, sino en una suma de pequeñas decisiones bien tomadas y sostenidas en el tiempo. En el olivar, tres ámbitos concentran gran parte del ahorro real sin comprometer producción ni calidad: el manejo del suelo (herbicida frente a cubierta), la energía que consumimos en recolección y transporte, y el mantenimiento preventivo de la maquinaria para evitar paradas que salen carísimas cuando más falta hace.
Empecemos por el suelo, porque ahí se decide buena parte del consumo de agua y del gasto en insumos. Durante años se ha entendido el herbicida como la vía rápida para mantener el terreno “limpio”. Es cierto que una pasada deja el suelo visualmente impecable y libera mano de obra a corto plazo, pero tiene efectos colaterales que se pagan más tarde: desprotege la superficie frente a las primeras lluvias, fomenta la costra, aumenta la escorrentía y la pérdida de finos, y obliga a repetir la intervención cuando repuntan las hierbas, justo cuando menos conviene. La alternativa no es “abandonar” el control, sino gestionar una cubierta que trabaje a favor nuestro. Una cubierta bien llevada —espontánea o sembrada— reduce la evaporación directa, mejora la infiltración de las lluvias, frena la erosión y amortigua el pisoteo de la maquinaria. Traducido a euros, significa menos herbicida, menos riegos de apoyo en regadío y una estructura de suelo que soporta mejor los estreses de calor. La clave es el cómo: no se trata de dejar crecer sin control, sino de mantener la cubierta baja y activa en otoño-invierno y reducir su competencia cuando el olivo lo necesita. Segar antes de las olas de calor, dejar un acolchado fino que cubra el suelo y evitar cordones que ardan o atraigan barrenillo marcan la diferencia entre una cubierta que ahorra y una que estorba. En parcelas con muy poca agua disponible, el equilibrio es fino, pero incluso ahí una franja alterna o un mosaico bien diseñado acostumbra a salir a cuenta frente al “desnudo” sistemático.

El segundo gran bloque de ahorro está en la energía de la recolección, que suele “dispararse” cuando acumulamos desplazamientos, maniobras y horas de máquina en vacío. No siempre es posible acortar viajes, pero sí podemos planificar las rutas de la cuadrilla y los remolques como si fueran una obra logística: empezar por las piezas más lejanas para volver siempre “acercando” el fruto, agrupar parcelas contiguas, evitar entrar dos veces por calles estrechas y preparar accesos y cabeceras con antelación. En el vibrador, un mantenimiento simple —presiones hidráulicas ajustadas, latiguillos sin fugas, útiles engrasados— reduce consumos y tiempos por árbol. Y cuando llegue el transporte a almazara, conviene revisar densidades y tiempos de espera: hacer menos viajes con el remolque bien aprovechado, en lugar de muchos a medio llenar, es tan obvio como rentable, siempre que la fruta no se caliente. Si la campaña apunta a colas, un acuerdo previo con la almazara para ventanas de descarga quita horas de motor al ralentí y reduce incidencias.
El tercer pilar es el que más duele cuando falla: el mantenimiento preventivo. Cada parada imprevista en plena recolección no es solo el coste de la pieza o del servicio; es fruto que se queda en el árbol con calor o lluvia, es una cuadrilla parada, es la logística desajustada y, con frecuencia, es la necesidad de alquilar un equipo de emergencia a precios poco competitivos. La prevención no es un manual de lujo, es una lista corta y concreta: filtros y aceites en fecha, grasas en puntos críticos, revisión eléctrica antes de campaña (baterías, conexiones, fusibles), latiguillos y sellos en hidráulicos, y una pequeña caja de repuestos que evite quedarnos vendidos por una pieza menor. A esto se suma un aspecto poco visible y muy barato: orden. Saber dónde está cada útil, cada perno y cada spray reduce el tiempo muerto y el estrés, que también se paga. Y no olvidemos la prevención de incendios en campo: extintores a mano, contacto con suelo despejado en cabeceras y una mínima limpieza diaria de restos en zonas calientes del motor.
Estas tres áreas —suelo, energía de recolección, mantenimiento— están conectadas. Una cubierta bien gestionada mejora el terreno de rodadura, lo que reduce patinaje y consumo; un tractor ajustado compacta menos y respeta ese suelo; una máquina atendida a tiempo entra y sale de la parcela con menos maniobra y menos riesgo. El ahorro no se consigue una vez, sino cada día. No hablamos de cambiar todo el sistema, sino de apretar los tornillos correctos: hacer menos pasadas con tratamientos, organizar mejor los movimientos y llegar a campaña con los equipos revisados.

Para quien trabaja con presupuestos ajustados —y ésa es la norma—, la recomendación es empezar por una auditoría sencilla de finca: ¿Cuántas pasadas de herbicida hice de verdad el último año? ¿Cuántos litros por hectárea consume mi recolección, desglosados por equipo? ¿Cuántas horas perdí por averías y de qué tipo? Con esa fotografía, elegir dos o tres medidas “ganadoras” para este otoño es mucho más fácil. A veces es tan simple como pasar de dos a una aplicación química apoyada con segado; otras, adelantar una revisión completa del vibrador con recambio de las piezas que siempre nos fallan en noviembre; o pactar con la almazara una ventana de descarga que evite viajes vacíos y esperas.